Su padre, el gran Al-Mansur*, le había legado todo aquello. Nizam, Abd al Melek, era el nuevo rey almorávide de Balansiya. Vestido con las mejores galas, decidió recorrer sus posesiones, dejar sentado que él era el Señor de todo aquello, sentir la sumisión de sus vasallos, exhibir toda la soberbia del triunfador. Sin embargo, cuando la comitiva paró, coronado el otero, el nuevo valle que se ofrecía a los sentidos no pudo menos que dejarle enmudecido.
Habían dejado atrás, arrastradas por aquel tumultuoso wadi, el Suquar, en cuya isla, Al Yazirat, habían pernoctado, unas tierras que de puro rojo parecían ensangrentadas. Su dinastía provenía de la lejana Siyilmasa, paso obligado de todas las caravanas bereberes, al este de Al Hamra*. Los ojos de centenares de generaciones no habían visto otro mar que el de arena, ni más agua que la de sus diminutos oasis. ¿Qué paraíso podía avisarnos el profeta, que mejorara esto?.
Pero lo que vieron sus ojos le dejó tan sorprendido que apenas pudo exclamar, tras unos segundos que parecieron eternos: ¡Al Baydà!
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El tocón de roca semejaba una atalaya derruida por siglos de mestral, impresionante, bajo la que se alzaban, a sus pies, diminutos, todo un rosario de pueblos por el valle. El nuestro quedaba guarecido por su mole, al frente Xátiva, al noroeste, y allí abajo, salvado el barranco, a tiro de piedra, Benigánim, y digo bien, que eran nombradas las arcas con el vecino, combate iniciático de tantas generaciones, pedradas, heridas de honor.
Los lugareños habían construido durante siglos grandiosos escalones, los bancales que otrora habitaban olivares y almendros, hoy asiento de frutales y viñedos, perfectos, sin apenas terrenos yermos, un enorme jardín en que los setos eran de bosque, en aquel punto estratégico en mitad del camino entre Xátiva y Gandía, el dominio de los Borja.
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* el Victorioso
* La ciudad roja. Marrakech
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viernes, marzo 14, 2008
jueves, marzo 06, 2008
La del Motor
Venía de la mano de Antonio el Pansa. La verdad es que apenas reparamos en ella. Y es que Antonio era un personaje, todo él enorme, que parecía que Nuestro Señor había dejado el grifo abierto y toda la naturaleza se hubiese desparramado en él.
Y claro, aquella niñita que apenas levantaba del suelo, tan poquita cosa...
Que no, que no recordamos si llegó a balbucir siquiera su nombre, ni qué negocio llevaba a Antonio con la compañía.
Por eso, cuando pasados unos años Inés, la del motor, levantaba pasiones entre los mozos de toda la comarca, y los no tanto, Vive Dios, nadie me supo decir que aquélla era la niña que acompañaba a Pansa cuando lo de Dimas, el desgraciado mediero de Don Alejandro Boles.
Su casa, en la calle del Mesón, vacía desde entonces, maldita, enmudece, todavía hoy, a los que pasan frente a ella. Muchos cambiamos de acera y se nos aparece la imagen desmadejada de Dimas, colgando de la cuerda de la corriola con que se ayudaba con las balas de paja para alimentar a las mulillas, una de Antonio, que fue por eso que se tropezó el primero con la tragedia aquel día de agosto de hace ya 14 años.
Pobre Dimas, qué vida y qué muerte la suya. Pese a sus apreturas, cuando estaba sobrio y el olor a vinacho se le escabullía, era un buen hombre, capaz, y hasta leído, que llamaba la atención tanto en tan poco contenido.
Se enamoriscó y no pudo soportar el rechazo. Demasiado que picó. Y dicen que fueron noticias de aquel imposible las que le llevaron a la última locura.
Boles le tenía de mediero, que cuando estaba era de los buenos, pero bien sabe Dios Altísimo que muchas veces le vinieron a Don Alejandro las peores ideas cuando le daba al codo.
Pero es que hubo una época en que compartieron juegos, y los viejos tiempos, decía don Alejandro, que en paz descanse, los recuerdos, son lo único valioso que nos queda a los viejos, cuando el envoltorio no da de si para vivir, sino apenas para ensoñar.
Y el caso fue que el desenlace vino justo cuando más feliz parecía Dimas, cuando más espaciadas eran sus visitas a la parroquia de Eustaquio.
Cuentan que la vio. Que la sangre volvió a fluir. Que el rescoldo apagado malamente con el vino del tabernero volvió a amarillear.
Y fue entonces, sólo entonces, cuando fue consciente de lo que había hecho con su vida, de cómo se había ido toda por el albañal. Y le faltaron las fuerzas.
Los ojos espantados de la chiquilla, de Inés, la del Motor, reflejan la escena, grabada a fuego entre sus largas pestañas. La mirada misteriosa que vuelve locos a los mozos, y a los no tanto, Vive Dios, de toda la comarca.
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