Venía de la mano de Antonio el Pansa. La verdad es que apenas reparamos en ella. Y es que Antonio era un personaje, todo él enorme, que parecía que Nuestro Señor había dejado el grifo abierto y toda la naturaleza se hubiese desparramado en él.
Y claro, aquella niñita que apenas levantaba del suelo, tan poquita cosa...
Que no, que no recordamos si llegó a balbucir siquiera su nombre, ni qué negocio llevaba a Antonio con la compañía.
Por eso, cuando pasados unos años Inés, la del motor, levantaba pasiones entre los mozos de toda la comarca, y los no tanto, Vive Dios, nadie me supo decir que aquélla era la niña que acompañaba a Pansa cuando lo de Dimas, el desgraciado mediero de Don Alejandro Boles.
Su casa, en la calle del Mesón, vacía desde entonces, maldita, enmudece, todavía hoy, a los que pasan frente a ella. Muchos cambiamos de acera y se nos aparece la imagen desmadejada de Dimas, colgando de la cuerda de la corriola con que se ayudaba con las balas de paja para alimentar a las mulillas, una de Antonio, que fue por eso que se tropezó el primero con la tragedia aquel día de agosto de hace ya 14 años.
Pobre Dimas, qué vida y qué muerte la suya. Pese a sus apreturas, cuando estaba sobrio y el olor a vinacho se le escabullía, era un buen hombre, capaz, y hasta leído, que llamaba la atención tanto en tan poco contenido.
Se enamoriscó y no pudo soportar el rechazo. Demasiado que picó. Y dicen que fueron noticias de aquel imposible las que le llevaron a la última locura.
Boles le tenía de mediero, que cuando estaba era de los buenos, pero bien sabe Dios Altísimo que muchas veces le vinieron a Don Alejandro las peores ideas cuando le daba al codo.
Pero es que hubo una época en que compartieron juegos, y los viejos tiempos, decía don Alejandro, que en paz descanse, los recuerdos, son lo único valioso que nos queda a los viejos, cuando el envoltorio no da de si para vivir, sino apenas para ensoñar.
Y el caso fue que el desenlace vino justo cuando más feliz parecía Dimas, cuando más espaciadas eran sus visitas a la parroquia de Eustaquio.
Cuentan que la vio. Que la sangre volvió a fluir. Que el rescoldo apagado malamente con el vino del tabernero volvió a amarillear.
Y fue entonces, sólo entonces, cuando fue consciente de lo que había hecho con su vida, de cómo se había ido toda por el albañal. Y le faltaron las fuerzas.
Los ojos espantados de la chiquilla, de Inés, la del Motor, reflejan la escena, grabada a fuego entre sus largas pestañas. La mirada misteriosa que vuelve locos a los mozos, y a los no tanto, Vive Dios, de toda la comarca.
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