Vino un buen día, como tantos. Su aspecto avejentado mostraba esas cicatrices interiores, los surcos que la vida a fuego labra por nuestros adentros.
Y el temblor.
Alto fue Benito, antaño, que los hachazos fueron talando su humanidad.
Y me llamó la atención que aquella imagen derrotada me susurrara: “soy escritor”. La verdad es que no hice demasiado caso de las tontunas que un vejete me dijera donde tanto de tan poco se nos acerca. Pero al cabo de unos días, en agradecimiento por lo que entendió mis buenos oficios, trajo entre sus manos un libro de relatos, que me dedicó, hasta el límite que su Parkinson le permitía. No pudo menos que emocionarme su gesto, acostumbrado a la nada por bastante más. Y sus ojos acuosos gritaban por él, cuya voz no subía del arrullo, implorando compañía.
Y no me resistí. Grafómano le llamaba su mentor editorial, allá por los primeros setenta, cuando tardíamente este extremeño Saulo cayó de su caballo, y se le vinieron las fiebres por la escritura.
Y qué pasión. Como las caseras ollas iba calentando su memoria, o así, y como la mágica válvula, la pluma remedaba la espita de su amargura. “A mi padre lo fusilaron los nacionales”.
Las estrecheces de toda su infancia, su juventud, que le llevaron, como a Pizarro, a ejercer de porquerizo, y a los retortijones del hambre en más de una ocasión, que esto del ayuno es pesadilla cuando aprieta la gazuza.
Y todo tenía un culpable.
Y así vivía Benito, bullendo sus pesares. Y en estas calenturas dio con don Antonio, como por casualidad, y el grafómano adquirió galones de más. “Hasta estuvo a punto una novela de llegar al cine, que Bardem me rondaba”, me dijo.
Pero me dijo más: “¿Sabes?. Mi vida sufrió un impacto terrible. Era la Transición, y yo apenas sabía que tenía familia, unos primos, por Lorca y Granada. Manola, la única con la que me carteo, dos años mayor que yo, me reveló algo que toda mi vida ignoré hasta entonces: mientras los nacionales fusilaban a mi padre, los republicanos mataban a dos de sus hermanos, y a mi abuelo. Mi vida, de repente, perdió todo el Norte, tan exacto el imán que señalaba el rumbo de mi pensamiento. ¡Cuántas cosas no habría escrito de haber sabido la verdad!...”