domingo, noviembre 05, 2006

DOLÇAINA

Se decía que a las cinco, cuando el clarín, enviudaban las vacas. Ya nada es lo que era, y con esto de los cambios de hora y las televisiones, las afligidas esposas han perdido hasta la certeza de su destino.

Bueno, que todo cambia.

Menos eso.

Desde que mis padres consideraron que ya era lo bastante “mayor”, allá que me iba, que a las dos en punto, llegado el primer día de marzo, se liaba una buena en la Plaza. Y había que pillar un buen sitio, que aquello se petaba, y era obligado estar pegado a la valla por la parte del Ayuntamiento.

Se distinguía a los forasteros no ya por sus cámaras, que hablo de hace muchos años, sino por su asombrosa capacidad de abrir la boca, de asombro, y los ojos, de terror. A los locales, ver las emociones ajenas, reforzaba el sentimiento de orgullo por lo nuestro.

Pim… pam… pum… aquello que empezaba de forma más o menos displicente, con su cadencia, y poco a poco iba cogiendo ritmo, hasta llegar a la locura, a los sentidos embotados, los tímpanos que ya no podían admitir ni un leve martilleo añadido, los ojos que no veían entre aquella niebla, y la pituitaria saturada de pólvora, que te llevabas a casa, impregnada la ropa de todo aquello.

Hace unos domingos, en un templete, un grupo de músicos, unos quince, insultantemente jóvenes, armados de dolçaina (especie de flauta antigua típica de por aquí) y de todo tipo de instrumentos de percusión.

La dolçaina, que apenas suena para algo más que para acompañar el cant d´albaes (canto al alba), elevada a la categoría de solista en un grupo orquestal. La recuperación de las raíces, o sea; el “kambi bolongo” aquel de la serie “de negritos” de tanto éxito en los setenta.

Mientras oía una marcha mora noté que me saltaban las lágrimas. Me sonreí. Hay sonidos, olores, (en nuestro caso la pólvora) que hacen que nuestro dedo, como el del entrañable ET, señale a nuestra casa, donde quiera que estemos, incluso mucho más si nos pilla lejos. Las tradiciones, el haber mamado desde niño una serie de cosas, quizás absurdas para los "no iniciados" pero que representan nuestra esencia. Sí, también, el "arrosito" también entra en el lote. Yo creo que esto, los atavismos patrios, constituyen el acervo más preciado de cada uno de nosotros. Lo más salvable dentro de nuestro peculiar infierno. Yo, claro, soy valenciano, pero valga lo dicho para un zamorano respecto de su Semana Santa, o la adrenalina desatada por un pamplonés en sus encierros, el llanto de un maño cuando oye en Seattle una jota… esos sentimientos tan nuestros, tan de todos.


Por eso me duele especialmente que mercadeen con esto. Que se apropien de estos sentimientos comunes, que nieguen mi valencianidad (sustitúyase por el nombre de la región de cada cual), si no profeso el valencianismo, el catalanismo, el vasquismo, el galleguismo, o cualquiera de los ismos que empujan al contenedor de la más pestilente basura cualquiera de estos olores, sabores, melodías, que hacen saltar nuestras lágrimas. ¿He de militar en tal o cual partido para apreciar con propiedad un arrós negre? ¿Me emociono menos con mi himno si no milito en tal partido? ¿Agredo a Cataluña si me cisco en el tripartito? Vemos que sí. El envilecimiento de lo más noble, o sea. Saben, además, que los sentimientos no casan bien con la razón. Miserables

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hay cosas que no hace falta haber mamado, por ejemplo las mascletás, para sentirlas como propias. Forastero solo la primera vez.

y no veas como las echo de menos!!!

Katzir dijo...

El espíritu de lo dicho, amigo Favila, vale para las mascletás como para la escalibada, el morteruelo, la muñeira o el Rocío. Emocionarse con lo propio no es patrimonio de los "istas", ni uno es menos por no pertenecer a la secta.

Abrazo